La pintura es un género histérico, el que mejor manipula los amagues de muerte y sus posteriores resurrecciones.
Es fácil trazar una historia clínica -a partir de Marcel Duchamp y Kazimir Malevich- sobre su salud hipocondríaca, pero arriesgar un diagnóstico actual implica un riesgo que va más allá del cientificismo forense. Es que la pintura maneja una bipolaridad seductora, melancólica y apocalíptica: su muerte es una tragedia repetida que, como aquellas clásicas leídas un siglo de veces, jamás licuan su efecto. A estas alturas, Romeo es el único ingenuo que no sabe que Julieta simula su muerte, pero todos se ven afectados cuando despierta. El último amague sobre la pintura local formó parte de un amplio conjunto de profecías que le juraron muerte a cualquier paradigma permeable hacia el final del milenio. La instalación, el video y la fotografía tuvieron un impulso potente al despuntar el trabajo de una primera camada que creció visualmente junto a Internet y a las publicaciones internacionales que fueron moda en los noventa, como Artforum y Art Now, sustentadas teóricamente por firuletes seductores de autores como el francés Nicolás Bourriaud. Mientras tanto, la pintura parecía sumergirse nuevamente en un coma taciturno, quedando relegada del presente frenético.
Sin embargo, el Y2K pictórico fue tan breve y teatral como el tecnológico. Hay datos actuales que confirman cierto estado de bienestar: la decisión de ser representados en Venecia por Guillermo Kuitca, con una producción pictórica sofisticada entre las fórmulas acrobáticas de impacto que suelen pulular en un ambiente de bienal, y el primer premio arteBA/Petrobrás otorgado a la instalación de Catalina León, una inteligente apología del género. Pero mejor aliento que las decisiones institucionales de escritorio es la gesta, en los últimos años, de una generación numerosa que se dedicó a repensar la pintura como una actividad constante. En esta artículo se presentan seis ejemplos en duetos; un esquema que no pretende aplanar las poéticas, sino proponer parámetros que faciliten una primera aproximación e intenten delinear un mapa posible e ínfimo (la unión armónica o atonal de sólo dos componentes) de un género que, por lo complejo y sólido de cada universo, se resiste naturalmente.
López-Pinciroli
Mariana López y Sebastián Pinciroli, por su parte, indagan en la relación que se establece entre la pintura y otras actividades: la fotografía y la imagen digital. Si bien los resultados que obtienen son irreconciliables, ambos parten de una estrategia común utilizada a lo largo de la historia pero revalorizada, casi como un género, en la última década: la apropiación y el remixado de imágenes que circulan, con o sin dueño, por la cantera infinita de formas de la cultura visual.
Una de las series más impactantes de López son los cuadros a gran escala donde, con un detallismo obsesivo, traslada centenares de fotografías al óleo. La tela se sobrecarga compulsivamente, como si la cabeza de la artista se transformara en una máquina imparable que tritura y regurgita imágenes consumidas en revistas, que se desparraman en distintos tamaño con diversos estilos, por todos los rincones como un virus incontrolable. Sin embargo, la compulsión de López no emerge como un proceso frenético, sino que estudia minuciosamente cada imagen que va a traducir; como si estuviese en un laboratorio se acerca a milímetros, se aleja, la rota o la mira oblicua. A partir de este análisis, la traducción de fotografía a pintura se transforma en el punto más relevante: el traslado crea y fusiona perspectivas, focalidades y deformaciones inesperadas. Lo que a primera vista podría parecer un pastiche descontrolado realizado con un oficio impecable, es una composición precisa, donde pueden establecerse relaciones formales o temáticas. Como Liernur, la pintura de López está afectada por la alta densidad de imágenes en circulación, pero ella, en vez de desplegar pulsionalmente una pintura arremolinada, construye una Caja de Pandora ordenada y perfeccionista, con cierta cuota de extrañamiento.