Como Mari Bárbola, la cortesana hidrocéfala que mira directo a nuestros ojos de espectadores de Las meninas, varios de los personajes citados/copiados/injertados por Mariana López dirigen también sus ojos hacia quien se plante frente al mural. Y no es un dato menor: toda una tradición de pintura histórica se actualiza en este pacto entre los que miran y los que son mirados. Los enanos sonríen, posan, miran a cámara, se prestan a las necesidades del cuadro como lo haría un modelo. Pero no son modelos; son fragmentos de otros cuadros, son actores porno publicitados en fotos por internet, son fisicoculturistas y bufones de ayer y de hoy, reales y ficticios. Unos son más blancos y otros más morenos o rojizos. Llegaron hasta aquí, personajes de diversas procedencias reunidos por la artista para esta bizarra postal de vacaciones tomada al calor de unos hierros retorcidos.
La pintura de gran formato se apodera de nuestras retinas afirmando la desesperación de Mariana, el impulso de no dejar hueco vacío. Aunque parezca lo más indicado, no resulta muy productivo pensar en horror vacui. Su deuda barroca se verifica también en las alusiones a Goya y Velázquez, pero lo que tiene Mariana no es un procedimiento ligado a una escuela sino una mochila de mitos personales construidos en relación con un material, en este caso el óleo. “Con el óleo no puedo dejar partes en blanco”, dice tajante. Después: “El óleo tiene que ir a grande”. También: “Lo plano con el óleo no dice nada, por eso trato de crear una profundidad”. Y al final: “No sé, me parece que tengo que aprender a pintar”. Ella -que sin hacer esfuerzos es muy graciosa- dice que pinta de este modo –monstruoso- porque aparentemente no tiene dominada la técnica.
Mariana trabaja sin bocetos, empieza por una figura y después va completando con este u otro elemento, hasta no dejar nada sin cubrir. En el armado concreto de este cuadro surgió de pronto –rellenando espacios y buscando simular varios planos- un puñado de enanos que desde atrás, por arriba, estiran el brazo izquierdo en actitud propia de comedia musical. Es un gesto simpático, alegre; todo el cuadro es a pesar de su violencia intrínseca, festivo. Tal vez por eso contrasta tanto la presencia cercana de esa otra obra, la de los nudos: los enanos y los choques son opresivos pero tienen el respiro del humor (ese coro liliputiense, o esas ovejas que no tienen nada que ver con nada). Los nudos no. Los nudos sólo se tienen a sí mismos; un par de colores y un sinfín de torsiones entrelazadas, luces y sombras. Espeluznante.
Corresponde agregar que en la sala de al lado va a estar Maricel. Maricel es otra velocidad, otra cabeza y otra predisposición al experimento: es un nombre descubierto al pasar en una vidriera del Once, habilitado como tema para un cuadro a partir de la libertad temática y expresiva que dice Mariana que le da el acrílico, a diferencia del óleo. Maricel es la pintura donde se lee maricel escrito en estrellitas, pintura-faro de un conjunto de obras pequeñas e indolentes donde la artista vuelca una mayor tendencia a la abstracción y al puro disfrute del color. (Es la posibilidad entonces de mostrarse desdoblada en poéticas divergentes). En el marco de esta exhibición presidida por un apoteósico aquelarre de gente pequeña y autos accidentados, Maricel es la líder de la banda joven que aparece con una guitarra y toca, ungida con la responsabilidad que cabe al grupo soporte en su rol de escolta del astro en el concierto. Maricel, más fresca, acompaña y complementa. Más allá de la gloria destinada al número principal, siempre habrá una parte del público que vuelva a casa encantado con ella.
Eva Grinstein, febrero de 2009