Lo más poderoso e intrigante de esta joven artista plástica parecía radicar en su imaginación iconográfica desbordante.
En esas pinturas, un relato frondoso se multiplica en asociaciones inesperadas y metamorfosis truculentas: un raro universo de bichos disecados, órganos y arterias, prótesis delirantes, máquinas tentaculares.
La pintura misma procede como un mecanismo de relojería, enloquecido y perfeccionista, que engarza elementos incongruentes y torna lo siniestro en sofisticada gramática.
Este lenguaje llega a un punto de madurez en el conjunto de pinturas sobre fondo negro que la artista realiza durante el año 2002. El espacio pictórico se vuelve más complejo. La paleta apaga algunos tintes brillantes para concentrarse en estructuras de iluminación más audaces. El arborescente repertorio incorpora el adorno popular: espejitos orlados, filetes de carrusel, estatuillas imitación rococó. La arquitectura compositiva, no obstante, impide reducir su horror vacui al decorativismo celebrado como femenino en el discurso posmoderno de las artes. La cabeza de chancho no está “servida” en la mesa impoluta, no forma parte de la representación que esconde la pincelada imitando el preciosismo de los tempranos bodegones burgueses. Parece recortada y pegada de otra pintura, viene a “manchar” el silencio ambiguo de la cristalería brillante y las curvas sensuales de los muebles, a tornarlo amenazante. En su síntesis formal, esta obra de algún modo cierra la serie febril- y hasta por momentos festiva- de las pinturas negras.
Las fantasmagorías de Mariana López asumen en este momento formas más variadas, inoculándose, a veces, como invasiones virales, dentro de simulacros de pinturas históricas. Notable es el caso de un ampuloso monocromo azul que parodia el decoro del clasicismo académico, convirtiendo los vacíos teatrales en una alfombra absurda, y poblando de finas mascotas domésticas la viril escena que reúne prelados, políticos y damas elegantes. En otro grupo de pinturas, esta vez en formatos medianos y pequeños, López parte de fotografías o de fotogramas cinematográficos y realiza su versión de la pintura realista. Las escenas marginales, la pincelada parda y pastosa, la composición “de instantánea” recuerdan a Daumier, y a la pintura de fin de siglo que ya se debatía con el universo visual de los medios.
También invade la artista, en esta etapa, el género del retrato. Estas piezas nos dejan ver de qué modo el trazo pictórico contribuye a delatar con amargo humor el hieratismo fotográfico. La frontalidad de los personajes parece forzada, dudosa la complacencia de sus poses, perturbadora la presencia de objetos supuestamente secundarios. Es una exposición interesante porque no da cuenta de un ciclo cerrado sino de un momento de crisis, transformación y apertura. La pintura de Mariana López sigue creciendo, con intensidad pareja, por costados diversos. Apresurado resultaría ahora intentar encerrarla en un pronóstico, en un sentido prefijado.